Más allá del debate sobre lo que reconocemos como comestible, el aprendizaje social expone una realidad: un producto no necesita estar “bueno” para gustarnos. Ahí están el café o las torrijas para demostrarlo.

DECIR EN UN restaurante que no se desea “comer cosas raras” sería algo anecdótico si no fuese por la cara que suele dedicarle al maître quien enuncia este propósito. Lo que llama la atención no es tanto el hecho de que muchas personas se resistan a probar alimentos desconocidos, gesto íntimo, lícito y cargado de razones de todo tipo, sino la connotación peyorativa con la que se reviste la expresión. Fuera de las costumbres adheridas culturalmente, la curiosidad por explorar cosas nuevas y la resistencia a ingerir algo irreconocible fuerzan un pulso ancestral conocido como “la paradoja del omnívoro”. El sociólogo y antropólogo francés Claude Fischler sostiene que desde el punto de vista evolutivo el ser humano se ve por un lado impulsado a diversificar la dieta para adaptarse a los cambios, mientras por otro siente que tiene que actuar con prudencia y recelar de lo desconocido. Vamos, que somos equilibristas vocacionales pero con vértigo, hecho que vaporiza una intrigante esquizofrenia sobre la manera que tenemos de acercarnos a la comida.

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